martes, 31 de julio de 2007

Naturaleza cambiante

José Ignacio Ñudi

Los seres humanos somos muy dados a inventar las historias más rocambolescas para «explicar» sucesos, digamos anormales, cuyas verdaderas razones desconocemos. Y ocurre que la mayoría de las veces las verdaderas razones son muchos más sencillas, naturales y razonables que las que inventamos.

La naturaleza española no para de darnos ejemplos de este tipo, pero las explicaciones que les damos están a la altura de las mejores novelas de suspense. Habrán oído hasta la saciedad las historias de esos helicópteros que andan soltando por ahí, con nocturnidad y alevosía, meloncillos, culebras y topillos. O aquellos grandes barcos japoneses que capturaban en alta mar con redes de la misma nacionalidad «miles de zorzales» que después envasaban en el mismo barco… Ya digo, ni Aghata Christie.

El otro día inauguré la temporada conejera en mi coto onubense de toda la vida, que pateo desde que empecé a andar, y de esto hace ya 39 años. Pues bien, aunque no hay conejos como para cazarlos, la familia decidimos echar un rato, matar un par de ellos y comerlos con arroz.

Yo elegí una zona periférica que hacía tiempo que no recorría. Inicié el rececho nada más romper el día por frescas vaguadas que desprendían un intenso olor a pasto mojado y a poleo, una auténtica bendición. Tras dos horas de marcha no vi ningún conejo, pero sí tres liebres, un par de bandos de perdices viejas y perdí la cuenta de ciervas, gabatos y arrendajos. Vi también alguna tórtola común, alguna torcaz y por supuesto, aunque todavía no han descubierto este rincón, dos turcas, incluso ¡tres urracas! Tampoco dejé de ver rastros de jabalíes y, curiosamente, bastante cogujadas e incluso trigueros. Hace veinte años, en este itinerario, hubiese visto quince o veinte conejos, ninguna liebre, ningún rastro de cochino, ningún arrendajo y menos una urraca. Y si hubiese visto una cierva habría llamado asustado al National Geographic. En cuanto a predadores terrestres, hace veinte años había bastantes gatos monteses, zorros, tejones, garduñas y algún que otro meloncillo. Hoy los gatos han desaparecido y ha subido espectacularmente el meloncillo.

Me figuro que en cada rincón de España han pasado cosas parecidas con estas y otras especies, aunque por regla general habrá caído el conejo y aumentado la caza mayor, ya sea el corzo, el venado y por supuesto el jabalí.

Son muchas las razones que explican estos cambios de «habitantes» en un coto cuya fisonomía y usos apenas ha cambiado en 40 años. Razones conocidas y evidentes como la caída del conejo a causa de la enfermedad hemorrágica, y otras más confusas, como la expansión del meloncillo cuando teóricamente hay menos comida en el campo. Por supuesto no los han echado con ningún helicóptero. He llegado a pensar que los gatos monteses, que desaparecieron tras la caída del conejo —que tiene su lógica—, debían preciar la crías de meloncillo.

Por otro lado, ante estos cambios, las administraciones reaccionan tarde y mal. Más o menos se siguen aprobando los mismos periodos hábiles cuando hay cotos en los que habría que prohibir la caza del conejo, la liebre y la perdiz, y permitir sin embargo el meloncillo, las ciervas y los arrendajos. Sería lo justo de acuerdo con las poblaciones existentes.

Lo curioso es que existe una herramienta para equilibrar la actividad cinegética a la situación real de las poblaciones, el auténtico manual de gestión para cualquier coto que, desgraciadamente, nadie se toma en serio, empezando por la Administración. Me refiero a los planes técnicos. Pero claro, para que sirvan de verdad las administraciones tendrían que tener más técnicos de campo y, sobre todo, dejar a los titulares que cojan el toro por lo cuernos cuando haya que cogerlo, con pragmatismo, y no caer siempre en lo políticamente correcto y en la inflexibilidad más absoluta.

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