martes, 17 de junio de 2008

El fenómeno José Tomás. No nos viene mucho al tema de caceria pero lo he tenido que poner porque lo vi y me llamó la atensión.

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Una guapa amiga llamada Laura me pregunta por José Tomás, fenómeno «mediático» y extraña mezcla de tremendismo y clasicismo. Como a las buenas amigas hay que contestarles inmediatamente, sobre todo si son guapas, me dispongo a hacerlo cuando interviene otro de los asistentes a la sobremesa para afirmar, casi airado, que él es antitaurino y ateo, y además, que si estuviera la mitad de bueno que Alaska sin los Pegamoides se fotografiaría también desnudo y banderilleado (digo yo que con banderillas negras o de fuego, que son de más mérito). Menos mal, añadió, que Zapatero sigue gobernando y va a acabar primero con los toros y después con los curas. No crean que exagero, porque Eduardo García, que estaba presente, puede confirmar lo escrito hasta aquí. El antitaurino, lanzado por los vericuetos de la «metafísica histórica», por decirlo de algún modo, reafirmó el conocido retruécano de que Dios no creó al hombre, sino fue el hombre quien creó a Dios. Lo que, aún de ser así, es una creación mucho más formidable que todas las demás efectuadas por el ser humano, el socialismo incluido, porque no es poca cosa inventar un ser que es uno y tres y vive fuera del tiempo y del espacio. En cualquier caso, no deja de ser una feliz evolución llegar del antitaurinismo al ateísmo, más o menos como en otros tiempos se pretendía llegar, de manera igualmente elemental, por el Imperio hacia Dios: ahí es nada.

El antitaurinismo, que ahora confluye en el zapaterismo para engrosarlo, es una de las insignias de la otra España, según advierte Javier Neira. Hay una España que aplaude a José Tomás y otra que vota a Zapatero. La primera elige el comedor de los fumadores y la segunda se levanta de la mesa nada más comer. A la primera no le molesta el tabaco y la segunda es partidaria de la legalización de la droga. De manera que es mucho más tolerante la primera que la segunda, porque, como observaba Chesterton, no se da el caso de ningún fumador a quien molesten los no fumadores, ni de ningún taurófilo que se preocupe por los antitaurinos. La segunda España es más paradisíaca (subsección burguesa del «paraíso del proletariado»): pero desde Dante acá sabemos que el paraíso es más aburrido que el infierno. Las partes más vivas de «La divina comedia», las más coloristas e impresionantes, corresponden al infierno. El paraíso está lleno de músicas celestiales y de sonrisas de angelotes.

Y ahora vayamos con José Tomás, la gran estrella de los ruedos, recién reaparecida. Porque José Tomás es un torero como los ojos del Guadiana: tan pronto desaparece durante una larga temporada y nadie pregunta por él, como reaparece de manera espectacular y provocando entusiasmos no menos espectaculares. Ya el año pasado, José Tomás vino a decir a la afición no que «estaba ahí», sino que «sigue ahí». Aunque su mayor problema no es del público, sino suyo: esa tendencia a «emboscarse» en México, como la de Victorino Martín a «exiliarse» a Francia, no le beneficia, porque seis años sin aparecer por Madrid, en el terreno taurino, son poco menos que años perdidos. Y para los toreros también corre el tiempo, aunque los haya intemporales, como Curro Romero, para quien los años no fueron inconveniente para continuar haciendo hasta muy cumplidos los sesenta lo que siempre hizo. José Tomás no es de esa estirpe. Su toreo exige juventud, pues es un torero dramático, de esos que una vez terminada la corrida tienen que enviar el traje de luces al tinte. Este aspecto, que no es de valor, sino para la galería, es lo que menos me gusta de José Tomás. El año pasado volvió a los ruedos de España después de una larga temporada de ausencia y cosechó grandes entusiasmos por parte de un público que casi le había olvidado y varias cogidas de consideración. ¿Porque es un valiente o porque le falla la técnica que evita a los toreros que el toro les gane el terreno y en consecuencia los cornee o cuando menos les dé un revolcón? Y entre la cornada y el revolcón, no sé qué será preferible, porque el empujón de un animal de quinientos kilos, se las trae. Evidentemente, José Tomás no es un suicida. Es un imprudente: sus «arrimones» son de vértigo, pero hay que saber arrimarse para salir sin daño del alarde. Belmonte, que entraba en el terreno del toro, porque era la mejor manera de que alguien con tan escasas facultades físicas pudiera encarársele de tú a tú, apenas tuvo cogidas, aunque los públicos enardecidos clamaban que había que ir a verle en la plaza cuanto antes, no fuera a ser que para la siguiente corrida ya le hubiera matado el toro; y murió de viejo. José Tomás acaba siempre en la enfermería o su traje en la tintorería. O lo hace por espectáculo o es un inconsciente. No me gusta el torero que le da facilidades al toro o el que pierde la cabeza. Sin embargo, le gusta mucho al público: sobre todo, al que va a los toros con la esperanza de que el toro gane.

A pesar de esta vuelta al tremendismo, se comprende el éxito de José Tomás porque evoca el toreo clásico, del que estamos tan necesitados ahora que los toreros son como los vinos: todos son buenos pero todos saben igual. José Tomás, no. Es un torero que remite al pasado. que evoque a Belmonte y a Manolete justifica su éxito. Su arte es el de los grandes, y con su quietud afirma que la tauromaquia no es un ballet.

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